viernes, 22 de agosto de 2025

Conil 2002

SALUDA DEL ALCALDE

Estimados ciudadanos/as:

En Septiembre, como todos los años, nos encontramos con nuestra Feria y Fiestas. Durante estos cuatro días, después del caluroso mes de agosto, disfrutamos de momentos inolvidables de alegría en compañía de familiares y amigos.

Nuestras Fiestas llegan tras la visita veraniega de miles de personas que eligen Conil como lugar de descanso y del esfuerzo de muchos conileños para que la estancia de estas personas sea lo más agradable posible. Sin duda, nuestra Naturaleza y nuestra idiosincrasia hospitalaria y generosa, hacen que se lleven en su corazón un trocito de nuestra tierra, y hará que vuelvan a visitarnos en años posteriores.

Dejemos, por un momento, nuestras preocupaciones cotidianas, y disfrutemos durante estos días, creando un espacio de alegría y solidaridad en nuestras fiestas.

Muchas Felicidades

Antonio J. Roldán Muñoz

Alcalde de Conil


Higuito

Un hombre bueno y solidario

El pasado mes de Enero, un accidente de coche se llevó definitivamente a Higuito. A la entrada de Conil, al ir a cruzar la carretera, ocurrió la tragedia.

Francisco Almazo Solano, conocido popularmente como Higuito, era un buen hombre de setenta y cuatro años, con una exigua pensión de treinta y pico mil pesetas, que vivía bajo el amparo y el cariño de unos sobrinos. Todos los días hacía el mismo trayecto. Desde Conil hasta el campo de “La Lobita” a las afuera del pueblo para dar de comer a los animales que cuidaba, algunas gallinas y pollos, y hacer cuatro cosillas en torno a las patatas o verduras sembradas en el campo de un primo. Era muy conocido y gozaba del cariño y del afecto de todo el pueblo.

Mi amistad con Higuito tiene su origen en un hecho relacionado con los inmigrantes “sin papeles”. Un día me avisaron para que fuera a recoger a tres inmigrantes marroquíes escondidos en el campo, Higuito los había descubierto y cada mañana, cuando se marchaba al campo, con suficiente prudencia y sigilo, hacía acopio de algunos alimentos: pan, fruta, patatas y huevos de campo. No se lo contaba a nadie, preocupado por la suerte y el futuro de estas personas, a sabiendas de que eran indocumentados.

Patatas cocidas, huevos, tomates, pan y algo más. La ternura y el afecto de un hombre con aspecto de abuelete frágil, con una boina vieja siempre calada, al que le brillaban los ojillos cuando te miraban. No era un lujo, sino la mesa compartida de los pobres en una y otra orilla. Alguna que otra vez me preguntaba qué sabía yo de estos tres inmigrantes. Cuando surgía la conversación sobre el fenómeno de las migraciones, siempre se ponía de parte de ellos, a los que consideraba personas con derecho a un trabajo digno y mostraba su enfado con todas las actitudes de rechazo.

            Él, sin saberlo o sabiéndolo a su manera, formaba parte de esta gran red de solidarios comprometidos en esta parte de la orilla en la conquista de un mundo más gusto para todos los hombres. A él y a tanta gente sencilla y popular como él, gente anónima y callada, gente buena de estos campos del sur, algún día habría que dedicarle un homenaje. Ellos son los rostros más hermosos y bellos, más humanos y tiernos, más justos y solidarios de la inmigración en el nuevo milenio que nos ha tocado vivir.

            Al entierro acudió tanta gente del pueblo que alguien comentó: han venido más personas de las que hubieran ido al entierro de un rico. Tres inmigrantes subsaharianos salieron en medio de la ceremonia de la iglesia para depositar un ramo de flores sobre el ataúd, mientras uno de ellos alzaba la voz para decir: “Gracias por lo que hiciste con aquellos tres inmigrantes marroquíes”.

Gabriel Delgado













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